Las hay forzadas y espontáneas, sinceras, cínicas y nerviosas. Se comparten más con quien se ama pero también con ellas se rompen las incomodidades generadas por desconocidos. Son un recurso fácil ante la incertidumbre. Combinan casi con cualquier contexto. Su ausencia perturba. Avisan de una posible colaboración enviando una señal de acercamiento. Existen antes de que el ser humano mutase a serlo; previas al desarrollo del lenguaje o la civilización. Estaban ahí antes que nosotros mismos.
Pasados los tres meses del impacto de haber nacido un bebé ya sonríe. Inicia ese hábito innato un día y si sus circunstancias no son excesivamente duras no lo abandonará jamás. Antes de hablar y mucho más antes de ser consciente de sí ya se comunica con sus figuras de apego balbuceando y sonriendo. Sonríe antes de entenderla o poder definirla; muestra su confianza en quien sea que lo sostenga repartiéndola, dando así su permiso.
La sonrisa es transcultural. No se conoce territorio habitado donde sus ocupantes no sonrían. Su significado no cambia mucho al que le da el niño: se sonríe para informar que se está bien o para darlo a entender. Está grabada en el genoma a pesar de la variedad que pueda darse entre distintas culturas; cambian pequeños matices de significado pero nunca en su modo y forma. Es un pegamento social que se evidencia con el placer que supone hacer sonreír a quien se pretende agradar; un estímulo natural que empuja hacia los demás.
Los grandes simios las usan como su bandera blanca: reducen tensiones, apuestan por la paz. Separados hace seis millones de años de un ancestro común, son la prueba de que éstas han soportado el paso del tiempo. Así como el cotilleo sustituyó la desparasitación para unir a los grupos, la sonrisa permanece inalterable. Un hilo visible que une a especies que tomaron rumbos distintos y que al despedirse ya se sonrieron.
Hoy día es asumido y celebrado que las apariencias no son lo más importante, pero eso no quiere decir que no importen. La sonrisa ha estado aquí y allá, desde siempre, y hoy también importa. Es por ello, precisamente, por lo que merece la pena cuidarla. Una sonrisa no cuenta con gramática pero sí con determinadas reglas: simetría, tono o proporcionalidad, por citar algunas de ellas. Hoy contamos con métodos para que el desgaste al que son sometidas sea menor y tratable: puede ser compensado por el conocimiento, el progreso y la técnica.
El avance tecnológico y los medios actuales ayudan a que ésta se conserve intacta y cuidada. Acudir a odontólogos y/o dentistas para aprovechar sus ventajas es asunto de salud además de estética. Reducir dolores y prevenir en su momento males mayores son bienes alcanzables, mucho más abordables si se detienen a tiempo. A sonreír no se aprende, pero cuidarla sí es un acto de voluntad. Es una responsabilidad asumible y que puede ser facilitada.
Ponemos a tu disposición las mejores clínicas y sus mejores profesionales para que ese paso sea mucho más sencillo. Y a sonreír.